El "Boom" de la novela
El "Boom" de la novela y el latinoamericanismo de los años sesenta
"América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil
sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios
de independencia y originalidad se conviertan
en una aspiración occidental".
Gabriel García Márquez (Discurso Nóbel, 1982)
1967 fue un año decisivo para las letras de América Latina, hasta entonces generalmente ignoradas en el panorama mundial. Ese año, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) se convirtió en el primer novelista latinoamericano en recibir el Premio Nobel de literatura (la chilena Gabriela Mistral lo había recibido por su poesía en 1945). También en junio de ese año apareció la novela Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez (1928- ), que en pocos meses se convirtió en un best-seller mundial. Era la cúspide [peak] del "Boom" en la novela hispanoamericana, que había comenzado cuatro años antes con la gran popularidad de Rayuela [Hopscotch] (1963) del argentino Julio Cortázar (1914-1984), y que también incluía la obra del peruano Mario Vargas Llosa (1936- ) y la del mexicano Carlos Fuentes (1928- ), entre otros. Por primera vez en la historia, la producción literaria latinoamericana tenía un papel protagónico en la escena internacional y, para el año dos mil, otros cuatro escritores habían recibido el Premio Nobel de literatura: Pablo Neruda (Chile) en 1971, García Márquez en 1982, Octavio Paz (México) en 1990 y Derek Walcott (St. Lucia) en 1992. ¿Cuáles fueron las circunstancias y los antecedentes de tan rotundo éxito?
La década de 1960, con su entusiasmo revolucionario y su voluntad de autoafirmación, marcó para América Latina una época de inmensa creatividad, unificación emotiva y difusión internacional en la música, la poesía, la pintura y, sobre todo, en la literatura. Un gran número de jóvenes en todo el continente cantaban al ritmo de movimientos musicales como Tropicalia en Brasil, la Canción de Protesta sudamericana y la Nueva Trova cubana, simpatizaban con grupos de izquierda en sus países, y hasta participaban en movimientos poéticos de vanguardia similares al Beatnik norteamericano. Había un espíritu de unificación en torno al ideal de construir modelos sociopolíticos que beneficiaran a la mayoría de la población y no solamente a la élite, y una voluntad de re-conocer la identidad común que presuntamente compartían los pueblos latinoamericanos. Pero, ante todo, se leían con admiración las novelas que desarrollaban estos ideales en una narrativa novedosa, vibrante y crítica que hacía que los latinoamericanos se sintieran modernos y al mismo profundamente diferentes de la modernidad europea.
Los escritores que conformaron el "Boom" de la novela, casi todos con ideología de izquierda, acapararon [monopolized] la atención mundial con una literatura que combinaba genialmente la experimentación moderna con elementos distintivos de la vida y la cultura latinoamericanas. La selva, el mito, la tradición oral, la presencia indígena y africana, la política turbulenta, la historia paradójica y la búsqueda insaciable de identidad, se integraron en novelas monumentales cuyo lenguaje poético lograba captar muchas de las experiencias contradictorias de América Latina y exóticas o innovadoras para el Primer Mundo. Lo "normal" para los europeos y los norteamericanos aparecía descrito como algo "mágico" para la mirada narrativa, y lo inaudito o lo mágico para la mirada primermundista se describía como una cotidianidad ordinaria: "García Márquez conjured up a world in his native Colombia where magic was as real as money and ice as magical as dragon's eggs" (Winn 400). Pero esta generación también había asimilado la influencia de la literatura internacional así como de la cultura masiva moderna. Las novelas del argentino Manuel Puig (1932-1990) se tejían con tramas de Hollywood e historias de tangos, y Mario Vargas Llosa creó un personaje que hacía telenovelas. La nueva novela buscaba representar la experiencia heterogénea y diversa de varios países al sur del Río Grande, y proponer modelos de realidad que permitieran trascender la visión limitante del cientifismo occidental. En ese esfuerzo, se percibió un ideal común, lo cual reforzó la idea de unidad "latinoamericana".
Los escritores del "Boom" se alimentaban de una rica tradición, bastante ignorada por Europa, pero cultivada en América Latina durante varios siglos. Conocían los relatos mayas del Popol Vuh, los poemas nahuas del Xochicuicatl, y los cantos de los amautas incas. Tenían como punto de partida -igual que la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz o el "Inca" Garcilaso de la Vega del Perú en los tiempos de la colonia- la paradoja de afirmar sus diferencias con el mundo occidental para el que escribían y al que inevitablemente pertenecían de manera marginal. Habían leído, como todo bachiller [high school student] latinoamericano, las novelas heroicas y románticas del siglo XIX, que habían fundado naciones describiendo paisajes, costumbres y dicciones locales. Y su paso por las escuelas también había garantizado que estos escritores aprendieran de memoria la poesía del Modernismo, que fue el primer movimiento literario originalmente creado en Latinoamérica -con el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) como figura principal- en diálogo con las tendencias poéticas francesas de fines del siglo XIX. Y fue precisamente en esta época cuando se cristalizó el concepto de "América Latina" como una región con identidad cultural y autonomía política frente a la "América anglosajona" representada por los Estados Unidos que, a partir de 1898, amenazaba con invadir la soberanía nacional del resto del continente. Hubo dos obras modernistas que se hicieron clásicas representantes de este proceso de autoidentificación. El ensayo "Nuestra América" (1891) del cubano José Martí (1853-1895) afirmaba la necesidad de encontrar modelos políticos y estéticos propios, basados en un conocimiento de nuestros pueblos, evitando la copia irreflexiva de modelos extranjeros. Con una nota más conservadora, el libro Ariel (1900), del uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), glorificaba la "superioridad espiritual" de la cultura grecolatina en contraste con el materialismo anglosajón, e inspiraba a defender con orgullo esta herencia en América. Para 1910, cuando se celebró el centenario de la independencia en muchos países hispanoamericanos, ya circulaba con propiedad el término de "América Latina" en todo el continente y también en Europa.
El concepto de lo latinoamericano se eleboró con gran amplitud y creatividad a través de la democratización cultural que impulsó la revolución mexicana a comienzos del siglo XX. José Vasconcelos (1882-1959), que era el ministro de educación del gobierno revolucionario en el México de los años 1920, era un humanista entusiasmado con la idea de educar a la nueva "raza cósmica" -los mestizos de América- con un sentido de orgullo en el pasado indígena y el futuro igualitario. Desde su ministerio reunió a los intelectuales más respetados de la época -incluyendo a Gabriela Mistral de Chile- y fomentó la publicación de estudios y obras literarias innovadoras. Pero la gran mayoría de la población era prácticamente analfabeta [illiterate], así que se utilizó la pintura para inculcar en el pueblo los nuevos valores. Es por ello que los murales se convirtieron en una pieza fundamental del programa educativo: un arte para las masas, que fuera distintivamente mexicano. Con este fin, Vasconcelos atrajo [lured] a dos pintores vanguardistas que se encontraban estudiando en Europa -Diego Rivera (1886-1957) y David Alfaro Siqueiros (1896-1974)- quienes, junto con José Clemente Orozco (1883-1949), lideraron el movimiento muralista con un espíritu de compromiso político y crítica social. Coordinados a través del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, los muralistas repudiaron el arte doméstico "burgués" y utilizaron los edificios públicos para reinterpretar el pasado y el presente, declarando en su manifiesto: "El arte ya no debe ser la expresión de la satisfacción individual, sino que debe hacerse una herramienta de educación y de lucha para todos" (Siqueiros 25, traducción del inglés). Así, los artistas de la época encontraron una fórmula para hacer un arte moderno -dentro del cubismo, surrealismo y futurismo del Avant-Garde europeo-, que era además profundamente nacionalista e integraba las bases no-europeas de la cultura regional. De una manera más íntima, pero igualmente impregnada de la cultura popular, la pintura de los mexicanos Frida Kahlo (1907-1954) y Rufino Tamayo (1899-1991) también dejó una marca fundamental en la conciencia estética latinoamericana. El arte de la revolución mexicana constituyó una inspiración para la mayoría de los artistas y escritores latinoamericanos durante casi todo el siglo XX. La pintura de Wilfredo Lam (Cuba 1902-1982), Oswaldo Guayasamín (Ecuador 1919-1999) y Fernando Botero (Colombia, 1932- ), entre muchos otros, testimonia esta inspiración. La influencia del muralismo llega hasta las paredes nicaragüenses durante la revolución sandinista de 1979 y hasta las murallas de Chicago y de Los Ángeles que todavía hoy decoran los chicanos.
La poesía fue otra faceta artística que logró en América Latina ponerse al corriente de las tendencias vanguardistas y al mismo tiempo dirigirse al pueblo, integrando en su forma las características no europeas de las diversas culturas regionales así como los ideales de mayor equidad social. El peruano César Vallejo (1892-1938) producía, desde los años 1920, poemas cuyo lenguaje y actitud estaban íntimamente conectados con la cosmovisión y la experiencia indígena de los Andes. A partir de la década de 1930, la poesía negrista realizó un trabajo similar utilizando la tradición afrocaribeña. Nicolás Guillén (1902-1989) incorporó el ritmo y los temas del son cubano y promovió una "poesía para el pueblo" que tuvo un papel instrumental en los procesos de consolidación de la revolución cubana en los años 60. Sin duda, el poeta más leído y celebrado por esa época fue el chileno Pablo Neruda (1904-1973), que atrajo multitudes con una poesía al mismo tiempo experimental y sencilla, política e íntima, histórica e inmediata, para "regar los campos y dar pan al hambriento", escuchar al "hombre sencillo" y sostener la transformación social. Con este mismo espíritu, pero en un estilo más coloquial y cotidiano, Ernesto Cardenal (1925- ) animó una comunidad cristiana de campesinos en la isla de Solentiname durante varias décadas, y luego extendió su democratización de la poesía para alfabetiizar al pueblo nicaragüense desde el ministerio de cultura del nuevo gobierno revolucionario sandinista durante los años 1980. Incluso el poeta mexicano Octavio Paz (1914-1998), cuyas ideas políticas no eran izquierdistas y que además concebía la poesía como un ritual de trascendencia y no de acción política, integró en su obra elementos formales relacionados con la cosmovisión náhuatl, y desarrolló una cuidadosa reflexión del carácter mexicano en El laberinto de la soledad (1950).
La narrativa había producido significativas obras de exploración social y geográfica del continente desde fines del siglo XIX. En las décadas de los años veinte y treinta, se escribieron novelas sobre tensiones y características propias de las distintas regiones en un estilo que podría describirse como "realismo social", en profunda conexión con la tierra circundante. El venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969) es un ejemplo claro de este periodo, al escribir una novela sobre cada una de las zonas geoculturales de su país. Sin embargo, no fue hasta los años cuarenta que un grupo importante de autores captó la atención europea con estilos innovadores, al mismo tiempo modernos y característicamente latinoamericanos. Este nuevo estilo de ficción ofrecía un punto de vista impregnado de la policromía muralista, el lenguaje poético preciso y sugerente, y la construcción de realidades con múltiples niveles y fuentes culturales, como las de las sociedades de América Latina. Novelistas como el peruano José María Arguedas (1911-1969) y el brasileño João Guimarães Rosa (1908-1969) introdujeron técnicas narrativas novedosas que traducían la tradición oral en escritura literaria.
En el prólogo a El reino de este mundo (1949) -que narraba la revolución haitiana-, el musicólogo y novelista cubano Alejo Carpentier (1904-1980) propuso el término "lo real maravilloso" para designar esta nueva ficción que re-creaba la realidad histórica americana en su fértil combinación de mitologías y modelos culturales, desde los indígenas y africanos hasta los europeos y los mestizos. El guatemalteco Miguel Ángel Asturias había publicado en ese mismo año su novela Hombres de maíz (1949), la cual compartía este esfuerzo por encontrar un lenguaje adecuado a la experiencia "mágica" o surreal de América Latina, por articular la experiencia colectiva al estilo de Neruda o Cardenal, y por expresar la necesidad de transformación social. Esta novela combinaba técnicas surrealistas con mitos mayas para elaborar una realidad mágica, capaz de representar la historia de resistencia maya frente al avance de la cultura occidental, interpretándola en sus propios términos. Por su parte, Juan Rulfo (1918-1986) exploró el legado agridulce [bittersweet] de la revolución mexicana, que no había sacado de la miseria a la mayoría de la población, en una narrativa que cuestionaba las divisiones entre lo fantasmal y lo histórico. De manera similar a Octavio Paz, el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) difería en sus ideas políticas frente a los escritores de izquierda, y buscaba temas de tipo universal en sus ficciones y poemas. Su obra, sin embargo, tuvo una influencia innegable en la generación del "Boom", tanto en su custionamiento de una realidad unánime como en la experimentación de historias laberínticas que combinaban herencias culturales tan diversas como la población latinoamericana misma.
Al comenzar la década de 1960, ya existía entonces un público lector amplio en América Latina. La expansión de las ciudades y de las oportunidades educativas garantizó que una creciente clase media de profesionales y estudiantes universitarios leyeran con avidez las novelas de sus autores favoritos, con quienes compartían ideales de transformación radical de las estructuras sociales como había ocurrido en Cuba. Se esparció [spread] por el continente un espíritu "latinoamericanista" que trascendía las fronteras nacionales y buscaba crear una conciencia de cambio político en las masas. Varias casas editoriales [publishers] españolas y francesas también adelantaron una gran campaña de difusión que daba preferencia a los escritores de izquierda y fomentaba foros plurinacionales.
Y fue esta combinación de factores la que permitió que novelistas geniales como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Ernesto Sábato (Argentina 1911- ), Juan Carlos Onetti (Uruguay 1909-1994) o José Donoso (Chile 1924-1996) pudieran difundir sus obras a cientos de miles de lectores en América Latina, Europa, Asia y los Estados Unidos, convirtiéndose en estrellas. Como Borges, criticaban las novelas "provincianas" del realismo social, y abrazaron la experimentación literaria en diálogo con las tendencias más atrevidas [daresome] del Primer Mundo. Cortázar, por ejemplo, diseñó su Rayuela como una serie de capítulos que podían leerse consecutivamente, o a saltos [jumping] como jugando rayuela [hopscotch]. A diferencia de Borges, un tema central del "Boom" fue la historia latinoamericana, la crítica de las condiciones sociopolíticas del continente y el fomento de una identidad regional. Cien años de soledad puede leerse como una alegoría de la historia colombiana en la trama [plot] de la familia Buendía, y Macondo se ha interpretado como una metáfora de América Latina.
Para mediados de la década de 1970, la represión militar se hizo más cruda en toda la región, el gobierno de Fidel Castro perdió credibilidad, y el entusiasmo revolucionario se mitigó. Los escritores del "Boom" profundizaron entonces en temas históricos y en la figura del dictador. Carlos Fuentes, en Terra nostra (1975), criticaba la utilización de la historia para legitimar la injusticia del presente. El paraguayo Augusto Roa Bastos (1917- ) ridiculizó la documentación histórica y exploró la figura del caudillo José Gaspar de Francia -quien había gobernado a su país durante cuarenta años en el siglo XIX- como una metáfora de la dictadura de Stroessner en una copiosa novela titulada Yo, El Supremo (1974). García Márquez también parodió la interminable palabrería del caudillismo en El otoño del patriarca (1975). A partir de los años ochenta, la era del experimentalismo literario y de las grandes metáforas colectivas llegó a su fin, y todos estos escritores adoptaron un estilo más realista y fácil de leer, en concordancia con las demandas de la era global.
El legado del "Boom" continúa presente en diversas manifestaciones hoy asociadas con el ambiguo "realismo mágico", un término que ha servido para describir la combinación entre oralidad y escritura en otras partes del mundo, como en las novelas de Toni Morrison en los Estados Unidos. Durante los últimos treinta años, además, un importante número de escritoras ha entrado a disputar la popularidad de los "grandes" del "Boom". Laura Esquivel en México, Luisa Valenzuela en Argentina, Isabel Allende y Marcela Serrano en Chile, Laura Restrepo en Colombia, Rosario Ferré en Puerto Rico, Gioconda Belli en Nicaragua y Nélida Piñón en Brasil, son algunas de las narradoras que mantienen la atención internacional sobre las letras latinoamericanas y se han tomado una escena literaria que estuvo dominada tradicionalmente por las figuras masculinas. Según la mayoría de los escritores latinoamericanos de hoy, ya no tiene sentido asociar el continente con un estilo específico, pues se trata de culturas diversas, complejas y plurales, en las que el supuesto "realismo mágico" es solo una posibilidad entre muchas de elaborar literariamente la experiencia heterogénea de cada región y cada individuo.
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