Salvador Dalí
Surrealismo Total
1904-89 Pintor español, n. y m. en Figueras (Ger.). Tras una infancia transcurrida en la costa mediterránea, Dalí estudió concienzudamente la rutina académica en una academia de bellas artes en Madrid con un profesor que había enseñado también a Picasso.
Pronto empezó a leer a Freud y a empaparse de filosofía; por las revistas de arte supo del cubismo y el futurismo. Tras un corto período en el que intentó reconciliar el cubismo con la técnica de los viejos maestros, Salvador Dalí creó su propio mundo imaginario: perspectivas lejanas de paisajes marinos, claros y luminosos, con un primer plano en que aparecían elementos tan poco relacionados entre sí como remedos de despojos anatómicos y aparatos mecánicos.
En 1924 Dalí irrumpió en la vida pública. Entró en contacto con el movimiento surrealista, pintó su famoso cuadro La sangre es más dulce que la miel, publicó su Manifiesto Groc en Barcelona (1928), invitó a los surrealistas de París a trasladarse a Cadaqués y definió su arte, bastante adecuadamente, como «actividad crítico-paranoica». Casó con Gala, esposa anteriormente del poeta francés Paul Éluard, que en adelante figuró en la mayor parte de sus fantasías y cuadros.
En su búsqueda de la quintaesencia del naturalismo, Dalí se interesó por la fotografía y ayudó a la elaboración de dos películas surrealistas, Un perro andaluz y La edad de oro. Empleó estéticamente las experiencias visionarias, las reinterpretaciones de la memoria y las deformaciones psicológicas y hasta patológicas que, trasladadas a la pintura, cobraron nuevo sentido.
Hacia 1930 empezaron a actuar en la obra de Dalí otras influencias más convencionales y fue cuando sus antiguos camaradas denunciaron su técnica como «ultrarretrógrada y académica». En 1940 se trasladó a Estados Unidos, donde obtuvo grandes éxitos económicos. Siempre conservó una casa en España, donde ejecutó algunas de sus pinturas religiosas más destacadas, como La Madona de Port Lligat. En la década de 1950 empezó a diseñar joyas de un estilo fantástico, con gran éxito de público. Escribió también varios libros bien acogidos, como La vida secreta de Salvador Dalí (1942), 50 secretos de artesanía mágica (1948) y Diario de un genio (1954). Probablemente su cuadro más conocido es La persistencia de la memoria (1931).
Falta aún perspectiva para enjuiciar, en toda la descomunal dimensión de su potencia creadora, a este curiosísimo fenómeno del siglo XX, que, dentro de sus inagotables recursos para el escándalo y la sorpresa, ha sido el único artista que ha sabido captar, desde los complejos freudianos hasta la fisión de la materia, la trascendente aventura de nuestro mundo atormentado.
Egocéntrico (el mismo Dalí hablaba de la «maciza arquitectura de su egoísmo» y se definía como «genio ampurdanés»), extravagante (en Londres dio una charla con escafandra porque se proponía descender al subconsciente), contradictorio hasta dar a la paradoja el valor de categoría, asombró con su polifacetismo -actividades cinematográficas, decorados de ballets, proyectos de construcciones como la neoyorquina Casa del sueño, ilustraciones de libros como las de Don Quijote de la Mancha (1949)- y la alucinante maravilla siempre nueva de sus cuadros: El Cristo de San Juan de la Cruz (1951, Galería de Glasgow), uno de los mejores, Desintegración de la persistencia de la memoria (1952-54), Máximo dinamismo de la madona de Rafael (1954), Naturaleza muerta viviente (1956), El descubrimiento de América por Cristóbal Colón (1959), La batalla de Tetuán (1962), Retrato de mi hermano muerto (1963), etc.
En 1974 fue inaugurado en su Figueras natal el Museo Dalí, en cuya realización, sobre un antiguo teatro, colaboraron prestigiosos artistas que lograron un adecuado ambiente para el numeroso conjunto de obras dalinianas que conserva, entre ellas la notable Madona de Port Lligat.
Con su muerte, ocurrida en 1989, Dalí cierra su etapa de actividad, de creación, pero no la polémica, no el debate que su nombre suscitó, porque era consustancial con su persona. Dalí irrumpió en la historia social del arte como uno de aquellos entrepreneurs de démolitions de que hablara Bloy, que luego no lo fueron tanto. Se quedó a mitad de camino, porque en su actitud «vital» de demoledor hubo mucho de mercadeo, esperpento y paranoia.
Dalí se insertó en la historia del arte y en la crónica social de los sucesos y las provocaciones de todos estos años con un mensaje de ruptura, de arbitrariedad, de conformismo también, en cierta medida. La paranoia le domina, le desborda, le subyuga. De la paranoia hizo una receta para interpretar el mundo, el arte. Automatismo psíquico pudo ser esa ausencia de control, de filtros para el subconsciente, ese afán de epatar, de escandalizar a toda costa, al máximo, proyectando en el lienzo su laberinto interior, su compulsivo mundo emocional, devorador, obsceno; en eso consistió, en esencia, su estética: en despreciar los conformismos -no todos-, amar la contradicción, la paradoja, y el dinero, sobre todo el dinero; dominar mediante el desprecio, prevalido de una nietzscheana caracterización de superhombre.
Dalí, un genio excéntrico
Sus telas hicieron subir los mercados, las bolsas del arte, hasta llegar a ser últimamente comercializadas en una salvaje operación de falsificación a gran escala, de la que él fue víctima y tal vez consentidor, porque, al margen de su obra, casi todo ha sido falsificación en su persona y en su vida de genial histrión.
El surrealismo, al que anduvo mezclado en sus años mejores, aunque sin integrarse de lleno en el movimiento (en todo caso, fue el suyo un surrealismo heterodoxo, muy personal), fue fuente de inspiración de gran parte de su obra, de la más auténtica sin duda. Así esa serie de excelentes exploraciones del mundo onírico que son La persistencia de la memoria (1931), La metamorfosis de Narciso (1936), El hombre invisible (1929-33, inconclusa). Ese espíritu es el que preside la elaboración del filme El perro andaluz, fruto de su colaboración con Buñuel. También su labor de ilustrador, singularmente la que hizo para Los cantos de Maldoror, de Lautreamont, con la que consiguió una pequeña obra maestra.
Se extinguió en el castillo de Púbol, recorrido por los fantasmas, en un último y barroco ritual, ya sin Gala, sin apenas conexión con el mundo, solo con sus sueños, sus delirios, de los que estuvo llena su vida; lo más real, quizá lo único real que le acompañó siempre, además de su instinto crematístico, porque este catalán, hijo de notario, no estuvo poseído por el seny mediterráneo, sino por una avidez dineraria característica, consustancial a su vida de artista empujado por una exhibicionista y lúcida necesidad de poner sus pinceles al servicio de esa paranoia genial, de llenar con su nombre y sus extravagantes ocurrencias los diarios de gran tirada, de manipular narcisistamente la realidad, hasta lograr plasmar esas alquimias del sentimiento concebidas según el canon del surrealismo, como el lenguaje absoluto.
Su lirismo automático, su liberación de todas sus represiones, sus instintos, sus imaginerías de exaltado barroquismo, le empujaron a teorizar sobre la poesía y el lirismo como elementos de su pintura. Había descubierto que la pintura se podía permitir todas las audacias, no tenía límite; por ello, desde su experiencia, pudo escribir eso tan literario de que «la poesía está en manos de los pintores».
Su obra importante, medular, es la producida entre los años 1929 y 1939, años de plenitud, de búsqueda frenética, de teorización de la paranoia-crítica. Esa vasta colección de imágenes creadas a impulso de una fuerte presión psíquica, de frenesí onírico. En años posteriores sigue otros rumbos, se embebe en la contemplación del Renacimiento, en la imitación de los genios de Florencia y de Roma, en un academicismo sin salida. Luego sucede el manierismo, el adocenamiento, la magnificación histriónica de sí mismo, su falsa apoteosis de genio trunco. Grandeza y servidumbre del pintor que pasó por la historia, que deja a posteri una obra desparramada por las grandes pinacotecas del mundo, un Museo, que se disputan las instituciones por lo que tiene de grandioso y piramidal, donde se exhiben los lienzos de este excelente colorista, de pincelada diáfana y segura, maestro del dibujo, ávido de fama y dólares, que llegó aún más lejos con el deseo que con la obra, esa obra que pintó con aquel «su corazón astronómico y tierno», como dijo Federico García Lorca.
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